La noche cae bajo la cúpula celestial. Los sueños
inesperados juegan conmigo. Me traicionan como si del peor enemigo se tratara.
Él vuelve a ser el protagonista. No consigo superar lo que tan fácil es para
otros. La impotencia, y las ganas de desaparecer suponen mi despertar. Noto como
las gotas frías caen sutilmente por mi espalda. La frente arde como si de fuego
se tratase. De repente, un ruido inesperado tras la puerta me obliga a
enderezarme rápidamente. Corro hacia la entrada, pero algo me obliga a parar.
Una sensación extraña. Un campo de visión al que no estoy acostumbrada. Me
siento como cuando era niña y utilizaba zancos para alcanzar altura. La
inestabilidad dificulta mis pasos. Al fin, consigo llegar a la puerta. Al
abrirla aparece la Sra. Roquefort. Una anciana de incontable edad con alto grado
de Alzheimer. La saludo, como de costumbre, con gesto educado: ‘Buenos días Sra.
Roquefort. ¿Puedo ayudarla en algo?’ A continuación, una mirada es suficiente
para contestarme. Sin articular palabra, la anciana se va. Anonadada por los
acontecimientos cierro la puerta. No entiendo lo ocurrido, pero no le doy
importancia. Al fin y al cabo, es una anciana de incontable edad. Rápidamente,
me dirijo al baño para arreglarme. Intento hacerme una coleta como de costumbre,
pero no hay pelo suficiente. El peine se desliza sobre aire al llegar los diez
centímetros de longitud. Intento ponerme la ropa interior, pero nada es lo
mismo. Tras el sujetador nada asoma. Tras la parte inferior asoma demasiado. A
pesar de las deformidades que padezco, sigo haciendo mi rutina. Cojo el autobús,
y llego a la universidad. Mis compañeros me lanzan un gesto despectivo. Una
mirada insólita por parte de mi amiga. Le respondo con mi fina indiferencia,
pero mi inseguridad no calla ‘¿A qué se debe esta arrogancia? Pero prefiere
callar. Una ceja levantada, y una actitud soberbia son suficientes para
responder. Lo acaecido durante el día me hace estallar en un mar de lágrimas. Me
siento retirada, y abandono la posibilidad de sonreír. Salgo de clase corriendo.
Me dirijo al baño encerrándome en él por completo. Imposibilito la entrada,
porque lo único que quiero es que nadie pueda mirarme como lo han hecho hoy. No
quiero sentir más desprecio. Ya he tenido suficiente por hoy. Apoyo mi espalda
en la puerta dejándome deslizar suavemente. Recojo mis largas piernas, y reposo
mi cabeza sobre ellas. Cuando consigo dejar de llorar, intento reincorporarme.
Apoyo mis brazos tras la puerta como herramienta de apoyo. Una vez de pié me
dirijo al espejo. La miopía me muestra un rostro turbio e impreciso. No consigo
ver con claridad hasta que me encuentro cara a cara con él. Un rostro que apenas
puedo mirar. Mi corazón late rápido y lento al mismo tiempo. No me puedo creer
lo que estoy viendo. Las caras que he recibido durante el día empiezan a cobrar
sentido. Ya no soy ella. Ahora soy él. No puedo seguir mirándome. Los recuerdos
pueden conmigo: con él allí, él haciendo esto,…Estoy abatida. No puedo con ello.
Me sobrepasa. Una pastilla y un vaso de agua son suficientes para despedirme. En
el espejo: él dice adiós.